Ese
fin de semana de abril nos escapamos de la ciudad y cumplí con una
promesa que llevaba unos diez años postergando por un motivo u otro. Me
fui a visitar a un amigo de esos que la vida te regala, de esos que
volverías a elegir mil veces mas. Yo creo que los amigos son la familia
que uno elige. Los hermanos que te da la vida en vez de tus viejos.
Cuando
llegamos a El Trébol lo primero que me llamó la atención era la paz que
se podía respirar en el aire del lugar. La limpieza de sus calles. Las
ventanas sin rejas, las bicicletas sin candado. Parecía que había
entrado a otra época mas que a otra ciudad. Volví a ver gente tomando
mates desde la tardecita hasta entrada la noche en la puerta de sus
casas, algo que en mi memoria casi había desaparecido.
Al
otro día, por la mañana, Pablo me invitó a conocer el club donde sus
dos hijos juegan al fútbol. En el pueblo hay dos clubes importantes que
juegan en la liga Departamental de fútbol San Martín. Uno es El Expreso y
el otro es Trebolense, hacia donde nos dirigíamos con mi amigo. De mas
está decir que entre estos dos equipos hay una rivalidad que ni siquiera
la tienen los equipos grandes de primera división. El odio que se vive
en los clásicos es un odio que sale desde las entrañas. En un pueblo
donde todos se conocen, donde todos saben vida y obra de todos, y es en
esos eventos donde jugadores, dirigentes e hinchas de ambos bandos
reciben a boca de jarro insultos irrepetibles y noticias de esas de las
que el protagonista es el último en enterarse.
- Dos,
el nueve se come a tu esposa, muerto!!! (este insulto tenía incluida la
fecha, la hora y el lugar como para darle mayor credibilidad)
- Rojas, cambiate el apellido porque tu vieja cagaba a tu viejo con el Tito Lagussi.
De ese tenor eran algunos de los insultos que se propinaban, los cuales, eran tristemente ciertos.
La
misma prolijidad que vi por las calles, era la que había dentro del
club. Canchas de tenis, gimnasio de básquet, cancha de hockey y por
supuesto varias canchas de fútbol.
Pero
cuando entramos al bar de Trebolense sentí que había retrocedido
treinta años en el tiempo. Me vi tomado de la mano de mi viejo entrando
al Club Porteño, donde mi única preocupación era esperar el momento en
que mi papá me invitara a tomar una Coca. Las baldosas negras y
amarillas, desteñidas, con ese deslucimiento especial que solo te da el
paso de los años. Y así debe ser. No imagino ni pretendo un bar con
porcelanato italiano y sillas forradas con terciopelo.
En
una esquina no menos mugrienta que el resto del salón había una vitrina
de trofeos. El brillo del vidrio era casi nulo, lo que lo hacía mas
bien esfumado que trasparente. Se me vino a la cabeza el día que volví
al Porteño después de una hepatitis que me tuvo dos meses en cama, tenía
seis años. Cuando entré todos me aplaudieron como si hubiese venido de
ganar un campeonato de bochas o algo así. Me acuerdo que me regalaron un
trofeo que era mas alto que yo, dorado, con columnas azules y unos
entrepisos como de un mármol color gris. En su cúspide tenía una figura;
la imagen de un coloso rodeado de laureles. Brillaba por donde lo
miraras, era hermoso. Seguramente ese trofeo valdría dos mangos pero la
felicidad que sentía yo en ese momento no cabía en el planeta.
Cinco
viejos jugaban Tute Cabrero en una de las mesas del fondo. Ni se dieron
cuenta de mi presencia o me ignoraron completamente. Pablo saludó
amigablemente, como lo hizo siempre, y nos acercamos a la barra.
Mientras mi amigo contestaba -como si estuviera en su consultorio- un
par de preguntas que le hacía el conserje por unas dolencias en el
pecho, yo miraba las fotos enmarcadas con los distintos equipos de
fútbol que habían formado la rica historia del club.
Pablo
me miró y con sus ojos claros señaló a un viejo de unos ochenta y
tantos años que estaba acodado al mostrador. Cuando muevo la cabeza y
logro advertirlo, Pablo me dice:
- Este es Juancito Varela… sabés lo que jugaba este? Un crack.
Solamente
hice un gesto con mi rostro como pidiendo una afirmación de sus dichos.
Miré nuevamente las fotos como esperando que me dijera en cual de ellas
estaba pero me dijo que no estaba en ninguna. No entendí por qué.
- Acá en El Trébol dicen que era mejor que Maradona y Pelé juntos.
- ¿Para tanto? –dije un poco incrédulo.-
- Vení, boludo, mirá…
Me
hizo seguirlo hasta una mesa ocupada por unos tipos. Eran cuatro
gringos de mejillas coloradas, fornidos, de unos cincuenta o sesenta
años. Me presentó como un amigo de la infancia e inmediatamente me
extendieron su mano firme –dolorosamente firme, diría yo- mostrándome su
amistad. No tuve dudas de que eran campesinos del lugar, tal vez por su
piel curtida por el sol o por la exagerada fortaleza de sus manos
Nos sentamos con ellos y Pablo, con una sonrisa pícara dice:
- Le contaba a mi amigo de Juancito Vare…
Antes de que terminara de decir el apellido uno de los gringos lo interrumpe.
- Varelita… sabés lo que jugaba ese? Un crack…
Hice
exactamente el mismo gesto que en la barra. Esa morisqueta con el
mentón hacia adelante, las cejas hacia arriba y la cabeza con un leve
movimiento de arriba hacia abajo como diciendo: Mirá vos… - ¿y que
carajo iba a decir ante esas afirmaciones?-
- Pibe,
yo te voy a contar. Este tipo fue el mejor futbolista que existió en la
historia del fútbol mundial. Lo que pasa es que era vago, no se dedicó.
Siempre le gusto la joda. Dicen que tenía una pinta que las minas se
meaban encima con solo verlo pasar por la plaza del pueblo. Yo no lo vi
jugar eh… pero mi viejo (que tampoco lo vio jugar) siempre decía que
cuando Juancito tenía unos seis o siete años ya era distinto, un
iluminado y que una vez hizo tantos goles en un partido, que el referí
lo suspendió porque los otros nenes lloraban por el baile que les estaba
dando. Nadie sabe como salió ese partido. Hasta el árbitro perdió la
cuenta. Una locura. Algunos decían que no corría, que flotaba por encima
del verde césped. Que dos ángeles alados lo trasladaban por toda la
cancha para que no se ensucie los botines. Lástima su rodilla, siempre
la tuvo cagada, por eso no quería entrenar, para no lesionarse al pedo.
Los técnicos le decían que si no entrenaba en la semana nunca iba a
jugar un domingo. Pero Varelita era así, tenía la rebeldía de los
grandes, viste. En toda la liga se había corrido la bola de que
Trebolense tenía un jugador fuera de serie. Nos tenían terror cada vez
que nos enfrentaban. Y no sabes la cara de alivio y alegría que ponían
los rivales cuando se enteraban q Varelita no jugaba contra ellos.
Claro, si jugaba les pintaba la cara. Lo venían a buscar de todos lados
eh, así, sin verlo jugar nomas, no hacía falta, la fama había llegado
hasta los clubes de primera y todo. No se cuántas ofertas nos hicieron
por su pase. Pero Juancito nunca quiso irse de acá, es un tipo raro, de
pueblo, medio chúcaro. Los del Expreso estaban aterrorizados porque se
enteraron de que el técnico lo iba a poner igual aunque nunca lo vio en
un solo entrenamiento. El pueblo, el día del clásico, se había preparado
como para una fiesta. Los hinchas de El Expreso tenían un cagazo padre
pero los hinchas de Trebolense estábamos como locos sabiendo del pesto
que les íbamos a dar a los muertos esos porque jugaba nuestro crack. No
había nadie en el club que no pasara por al lado de Juancito y le
dijera:
- hoy si Varelita eh…
Él
los miraba medio de reojo y no les decía nada, siempre fue igual, medio
tímido tal vez. La cuestión que un par de horas antes del partido
Juancito estaba en esa mesa que ves ahí. Tenía un pedo como para
catorce. Lo tuvieron que llevar entre cuatro hasta la casa y dejarlo en
la catrera porque no podía ni moverse, estaba como desmayado. De eso nos
enteramos mucho después. Ese día dijeron que estaba jodido de la
rodilla y que por eso no iba ni al banco, viste.
Debo haber escuchado a una docena de viejos, los cuales cada vez que comenzaban su relato me decían en tono casi melancólico:
- Juancito Varela ¿Sabés lo que jugaba ese? Un crack.
Era
como que después de decir ese nombre tenían que decir obligatoriamente
esa frase en forma de pregunta con respuesta incluida.
Casi
me contagio del entusiasmo con que los escuchaba mi amigo y otros
muchachos que se fueron agregando a la conversación. Cuando se hablaba
de Juancito Varela era como si se hablara de San Martín, de Belgrano,
como si se hablara de un prócer. Es más, en la puerta del club hay una
estatua, de unos dos metros y medio de altura, de un tipo pateando una
pelota en cuya base, con letras grabadas a mano, dice: “Juan Carlos Varela, La Leyenda.”
Reconozco
que no fue muy buena idea preguntar si alguno lo había visto jugar.
Todos hacían unos relatos exquisitos pero a su vez, todos empezaban el
relato con un “dicen” o “cuentan” o “me contaron”. Mi forma de
interrogar casi intimidatoria no cayó muy bien entre los muchachos del
bar. Pero ninguno en todo el lugar pudo responder que había visto jugar a
Varelita y ninguno de ellos conocía a nadie que lo hubiera visto jugar.
El conserje dio un golpe en el mostrador y dijo:
- Pibe,
Juancito Varela fue el mejor de todos, no existió un jugador como ese
en toda la historia de fútbol, en todo el mundo, en todo el universo…
¿Entendés? Varelita fue algo nunca visto… y no se habla mas.
Me
quedé callado, como todos a mi alrededor, prefiriendo no seguir con la
discusión para no poner en riesgo mi integridad física y la de mi amigo,
que iba a cobrar por el solo hecho de estar conmigo. Sólo repetí en voz
baja, casi con el pensamiento, las últimas palabras del conserje: “fue
algo nunca visto”. Justamente porque no lo vio nadie en realidad. Era un
mito viviente, una leyenda que con el pasar de los años incorporó
nuevas gambetas, caños y rabonas, pero que nunca sucedió. Un hermoso
recuerdo de algo que no fue.
Juancito Varela, la única gloria del club que nunca se despidió del fútbol… y que nunca debutó.
GRACIAS MARIANO POR PUBLICAR, GRAFICAR Y COMPARTIR ESTE CUENTO QUE NOS ACERCA A LAS VIVENCIAS DE LOS PUEBLOS CON RESPECTO AL DEPORTE MAS HERMOSO DEL MUNDO. UN ABRAZO, MUY BUEN BLOG
ResponderEliminarmuy bueno,
ResponderEliminarcosa de pueblo